miércoles, septiembre 26, 2012

Hay gente 
 
texto: Olga Alonso
 
ilustración: Meritxell Ribas Puigmal
 
de Revista Escala, el El Martes, 25 de Septiembre de 2012 a la(s) 13:21 · 
 
Hay gente –¿sabes?– que es como los espacios que habita.



Mira, mi tío Roberto, el de Chiapas, vive en una casa vieja, de tejas grises, de moho y corredores sombríos, de muchas habitaciones. Y así es él, viejo y lleno de canas, su barba como los árboles que sombrean su terraza, y ha ido dejando hijos por los pueblos aledaños. Corazones desordenados como sus múltiples cuartos.

Pero si vieras a la tía Josefa. ¡Ah! Está rodeada de pajaritos, todos de colores, cantando sin concierto mientras dura la luz del sol. Se viste de flores y telas ligeras, canta y baila mientras su muchacha hace la limpieza, y en cuanto guardan las jaulas se cubre con una manta a cuadros y se queda quieta y silenciosa frente a la televisión.

Hay hombres de cartón. Los reconoces sin verlos cuando revisas las esquinas cubiertas de papeles que parecen nidos esperando a su dueño. Tienen ojos vacíos y mirada perdida, dientes negros como las marcas de llantas y pelo que les vuela como papeles antes de la tolvanera.

Por supuesto, has visto mujeres de lluvia. Te miran líquidas y se sueltan a llorar con cualquier ruido fuerte: un grito, un frenazo, un exabrupto las vuelve agua y tienes que recogerlas con un pañuelo. La única forma de recuperarlas es exprimirlo al llegar a casa. Suelen recomponerse con un whisky y un poco de hielo.

Los peores son los hombres de papel bond. Están rodeados de mujeres lineales que se les cuelgan como clips; de engrapadas asistentes. Se doblan ante los jefes más duros y fuertes. Se queman ante un cigarrillo de deseo y dejan en la oficina un montoncito de ceniza. Dicen que vienen en resmas y es fácil reemplazarlos cada semana.

Los abuelos casi siempre son casas llenas de luz y de chucherías, como su corazón. Una foto de la primera comunión aquí, un recuerdo en el fondo del alma, una campanita de cristal que suena como risa de nieto y un dedal de plata comparten el mismo cajón de recuerdos. El adorno navideño que la madre ni siquiera miró o el cenicero de papeles de colores inservible que llena los ojos de alegría. Son la pesadilla de cualquier decorador de interiores y el deleite de los nietos.

A mí me gusta pensar que soy una biblioteca llena de volúmenes leídos y releídos, desordenada como mi pelo y mi cabeza, en la que me encuentro con viejos conocidos, a veces repetidos por esa desmemoria que me permite gozar nuevamente una historia como si fuera totalmente nueva. Con páginas subrayadas y anotadas al margen, cicatrices de amores y tristezas, y arrugas de risas y alegrías compartidas.